1 de diciembre de 2008

4 - Los pañales

Tema de fondo si los hay en la crianza de los hijos. Por lo menos en la primera etapa, que suele durar entre dos y tres años y pico, dependiendo de los padres y también de los chicos. Algunos padres -me refiero a padres varones, no a la pareja- consideran que el solo hecho de trabajar y aportar dinero a las arcas familiares ya los exime del cambio de pañales. Otros, cada vez más, aceptan que ese asqueroso trámite forma parte del todo que es el tener un hijo y lo asumen resignados. Pero vayamos por partes y por etapas, que pareciera que empezamos por el final: hablamos de cuánto dura pero no de cómo empieza... Ponete en situación otra vez: luego de todas las peripecias de las que hemos hablado llegás a la habitación de la clínica, sanatorio, hospital. Ya pasaron los flashes, los infinitos relatos de lo que sucedió en la sala de partos, peso y talla de la criatura, etc. En algún momento tu retoño requiere de un cambio de pañales. Si solamente se trata de una pichona, espectacular. Pensás que es algo simple, sencillo. Te da miedo porque realmente se ven frágiles y eso de levantarles las patas como si fuera un pollo te asusta, pero creés que con un poco de tiempo y de atenta observación vas a lograrlo algún día. Ahora... si el bebé se cagó encima... La primera sensación es de que está enfermo: no puede ser que ese ser desprotegido, sin maldad y sin haber probado bocado en este mundo pueda producir una sustancia negra, cremosa y repugnante como esa que le sale de adentro. Te explican que es normal, que no te preocupes, que a medida que vaya tomando la leche materna el color va a ir cambiando y se va a parecer más a lo que uno esperaría. Lo positivo es que no tiene olor. Pero verlo nomás a uno le produce escalofríos. Esta es -ya- la primera barrera para nosotros, los papis, en el tema del cambio de pañales. Sólo con pensar que esa cosa nos pueda llegar a rozar la piel nos da escalofríos. Apelamos -una vez más- al "no, mejor hacelo vos que me da miedo" y le tiramos toda la responsabilidad a la pobre madre. Ni hablar si se trata de una nena. Es muy frecuente escuchar a los padres de mujeres decir: "no, yo no la cambio porque es nena, me da miedo limpiarla mal o lastimarla". Genial. Uno queda como que se preocupa por la hija y en realidad se está escudando en una vil excusa para no entrar en contacto con "eso". En el caso de que seas un padre aguerrido, con empuje y mucho estómago y decidas cambiar los pañales de la criatura incluso cuando contengan "lo segundo", las diferencias con tu mujer serán insalvables: ella le va a dejar la colita impecable usando un centímetro cuadrado de toallita mientras que vos para que le quede más o menos prolija vas a gastar medio paquete. La diferencia está en que a las mujeres no les importa que las heces de las criaturas entren en contacto con su piel mientras que a los varones nos puede generar un trauma insuperable vernos manchados con caquita, sin importar si esa caquita es de nuestro propio hijo, sangre de nuestra sangre... El tema se va complicando a medida que la nena o el nene crecen y su alimentación evoluciona. Durante la lactancia pura -es decir, mientras toman solamente la teta o la mamadera- la cosa es fea de ver y tocar, pero no tiene un gran olor. Cuando entra en juego el yogur la cosa se complica un poquito. El ingreso de las papillas ya transforman lo asqueroso en nauseabundo. Y la etapa de las carnes... ¡agarrate! Cuando los infantes ya comen de todo -aunque sea en pequeñas cantidades- transforman todo eso en algo igual a lo que hacés vos, pero más chico... Incluso hasta el olor está concentrado. Es como una fábrica de inmundicias: se ve mal, se siente mal y se huele mal. Ni hablar de cuando el pañal está mal puesto y ensucian toda la ropa. Para mí en esos casos la única opción es tirar todo a la basura e incluso incinerarlo, pero por suerte mi mujer ve más allá y sabe que con una lavada queda bien. Esa es la diferencia entre ellas -las madres- y nosotros -los padres-: para una mamá se trata de la caquita de su bebé. Para un papá es mierda. Siempre es mierda, no importa de quién provenga.

8 de febrero de 2008

3. ¿La noche no se había hecho para dormir?

Primera noche. Primer round. Primer cachetazo de realidad.

La criatura duerme un rato largo luego del parto –queda extenuada- y te creés que va a ser así toda la vida. “Es buenita” decís a los primeros visitantes.

¡Error!

Está tomando fuerzas para poder estar despierta toda la noche e impedir que tu mujer y vos descansen.

“La estrategia del insomnio” es parte del plan a largo plazo de los pequeños demonios, que consiste en varios puntos:

  1. Minar el descanso para doblegar la voluntad.
  2. Minar el descanso para confundir las ideas.
  3. Minar el descanso para debilitar al oponente.
  4. Minar el descanso para imponer su deseo.
  5. Minar el descanso para lo que sea.

Resumiendo: sus objetivos en la vida son dos. El fundamental, tomar la teta. El segundo, no dejarte dormir ni a vos ni a tu mujer para lograr fácilmente sus objetivos.

En este punto es donde la cosa pasa de anécdota a cuestión de fe. De creer o no creer.

Así chiquititos como los ves, desde el primer instante saben lo que quieren.

Son indefensos, pero crueles…

Son débiles, pero impíos…

Son frágiles, pero tenaces…

Son inocentes, pero calculadores…

Todos los profesionales relacionados con los recién nacidos te dicen que las primeras horas son tan estresantes que hay que contenerlos.

Esto es así. Pero lo que no te cuentan -seguramente estén confabulados con ellos- es que además de eso comienzan a exigir, a demandar y a pelear denodadamente por sus deseos.

Además, durante un tiempito uno está tan pendiente del recién nacido que es capaz de levantarse a la madrugada solamente para fijarse si el chico respira. ¡Dulces tiempos de padre primerizo!

¿Alguna vez te despertaste por el hambre durante la madrugada? Pensá. Hacé memoria. La respuesta es un rotundo “no”.

¿Por qué habrían de hacerlo ellos?

La verdad revelada es que se trata de un trabajo de hormiga. Una gota que pega en la piedra y la moldea según su capricho.

Llorar de día no es tan productivo. Uno tiene varias cosas para hacer y está descansado como para aguantarse unas lágrimas y unos gritos. También es más probable que haya alguien que pueda colaborar, como una invasiva abuela, una tía vieja que viene de Mendoza, una amiga que viene a decir "qué hermoso que está tu bebé" o hasta un vecino.

Es durante estas horas de sol que nuestras criaturitas aprovechan para descansar, alimentarse y hacerse fuertes para estar de la mejor forma durante la noche.

Y es allí, cuando estamos más desprotegidos y vulnerables, que comienzan sus ataques…

¿Cuál es el objetivo? Por lo general quieren estar en brazos, cerca del calor y el olor de la madre.

¿Entre estar solo en un colchoncito de morondanga rodeado de varillas de mimbre y voladitos y cositas ridículas y estar acostado en un cuerpo suave y calentito, al abrigo de una teta más grande que tu propia cabeza… qué elegirías?

¡Correcto!¡Ellos también!

El problema de la noche tiene dos visiones, dos facetas, dos núcleos.

Uno, somos nosostros, los papis.

Y el otro, obviamente, los pequeños demonios.

Nosotros como papis generamos el problema a partir de nuestros miedos e inseguridades propias de novatos en esa –difícil- materia que nadie te enseña.

Ellos generan el problema sólo para dominarnos. En el inicio de sus vidas no tienen muchas armas y las pocas que tienen las usan de una forma extraordinaria.

El problema, nosotros:

  1. Si llora es porque tiene hambre. Si tiene hambre y no lo alimentamos cuando sea grande va a ser una persona desgraciada, desdichada y resentida. Resultado: lo levantamos, lo besamos, lo abrazamos y tu señora le da la teta.
  2. Si llora es porque tiene dolores. Si tiene dolores y no lo consolamos cuando llegue a la adultez será infeliz, desmotivado, agresivo y rencoroso. Resultado: lo levantamos, lo besamos, lo abrazamos y tu señora le da la teta.
  3. Si llora es porque me extraña. Y si me extraña, pobrecito, ¿cómo no le voy a dar el gusto de estar conmigo? Resultado: lo levantamos, lo besamos, lo abrazamos y tu señora le da la teta.
  4. Si se queja un poquito es porque está por llorar. Y si está por llorar, ¿para qué lo voy a dejar que empiece a llorar? Lo agarro, le gano de mano y problema resuelto sin lágrimas… Resultado: lo levantamos, lo besamos, lo abrazamos y tu señora le da la teta.
  5. Hace un rato largo que comió y no se despierta… ¿tendrá algo? Mejor lo agarro y le doy la teta, si total ya es la hora de que tome… Resultado: lo levantamos, lo besamos, lo abrazamos y tu señora le da la teta.

Como podrás apreciar, nosotros, los padres, somos una parte fundamental en esta lucha de poderes que tratamos de mantener con nuestros descendientes. Lucha desigual, ya que la perdemos por blandos, débiles y permisivos. Lucha desproporcionada ya que la perdemos porque nuestros rivales son fuertes, desconocen la derrota y no tienen la más mínima piedad con nosotros.

De más está decir que a medida que pasan los días y los meses nuestro orgullo y nuestro temple ocupan cada vez menos espacio en el ego.

Si lográs dormir un par de horas seguidas y el nene llora no se te ocurre otra cosa que suplicar a los ángeles que tu señora se digne parar para enchufarle la teta y que el monstruito se calle. No debe existir caso en la historia de la humanidad en que el padre haya detenido a la madre a la voz de “dejalo que llore, ya va a aprender”.

Bueno, en verdad sí existe ese caso, pero no cuenta porque la postura no se ha mantenido por mucho tiempo. ¿Qué quiero decir con esto? Sencillo: supongamos que vos y tu mujer han decidido hacerse fuertes, resistir el llanto el tiempo que sea con tal de que la criatura comience a conocer sus límites (jua jua!! ilusos!!). Vos le decís a tu "socia en la empresa de educar": "dejalo que llore. Tiene que aprender, ni se te ocurra levantarte". Perfecto. El objetivo de la misión es clarísimo... mientras están todos despiertos.

En la quietud de la noche, en la calma de tus sueños, en medio de tu período R.E.M. de sueño profundo la nena/nene abre sus ojos.

Y comienza su rutina.

Tu mujer se mantiene estoica en la cama. Sigue al pie de la letra las indicaciones del acuerdo que mantuvo con vos. Vos te despertás. Te tapás la cabeza con la almohada pero en realidad necesitarías todos los colchones de la fábrica "Suavestar" para tapar los gritos de ese marrano. Mañana -en verdad en un rato- te tenés que levantar a las 7 y participar de una reunión en la que tenés que estar con todas las pilas, con todos los foquitos prendidos.

No podés estar despierto mucho tiempo más, iría contra tu performance profesional.

Pero no podés serle franco a tu mujer, que resiste pese a estar mordiéndose las manos por la ansiedad de ir a buscar al "satanito".

Tenés que encontrar rápido una solución. Y la encontrás. Efectuás el rol de "padre que no resiste el sufrimiento de sus hijos" y le decís a tu señora: "gordi, andá a buscarlo, pobrecito. Me parte el corazón escucharlo llorar así".

Y tu mujer, que necesitaba solamente un empujoncito para saltar de la cama e ir a buscarlo, asiente y aprueba la moción.

No te confundas: no existe hombre que haya podido mantener en medio de la noche la frase "dejalo que llore" por más de cinco minutos. Sos igual a todos nosotros, no te deprimas.

Para nosotros los papis el sueño es fundamental. No quiere decir que para las mamis no, pero ellas sobrellevan la crisis de mejor manera. Un hombre cambiaría su brazo por una horita de sueño más. Por un descanso constante, sin sobresaltos.

Las estrategias nocturnas de “nosotros los papás” son variadas para poder proseguir con el sueño de la manera menos interrumpida posible.

El recurso del “la verdad que no lo oí” es un clásico. “Estaba tan cansado que no lo escuché, lloró mucho?”, “Me hubieras avisado, yo me levantaba y te lo traía” son frases que deberás anotarte, amigo y socio masculino. Todo sea por un minutito más de reposo.

La estrategia del “Padre sordo” cambia drásticamente si tu mujer no le da el pecho a la criatura y la mamadera entra a cuadro. En este escenario la responsabilidad ya no cae íntegramente en mami, así que uno debe hacer de tripas corazón y levantarse de la camita a la hora que sea para calentar la “mema”.

¿Por qué pensás que los médicos recomiendan tan encarecidamente que las mamis le den el pecho a sus hijos la mayor cantidad de tiempo posible? ¡Ellos también son padres!¡Ellos también quieren dormir!

Sea como fuere, tu hijo/a se las va a arreglar para que ni vos ni tu señora esposa puedan tener noches plácidas de descanso.

Madres con ojeras gigantes, andar pausado, postura encorvada… síntomas de que tu hijo está ganando la batalla.

Esta guerra tiene una duración que escapa a toda regla. Hay chicos que se consideran victoriosos al año. Otros un poco más. Y hasta hay casos –como el mío con Renata- donde la tortura y el martirio se pueden extender por más de dos años.

De todas formas, una vez que nacen los hijos uno ya no vuelve a dormir de la manera que lo hacía antes. Un ruidito genera sorpresa. Una tos, preocupación. Si hablan dormidos, nos sobresaltamos porque pensamos que se metió alguien en la habitación. Si estuvieron caiduchos durante el día nos mantenemos alertas por si llegan a tener fiebre…

La preocupación no termina nunca. Una vez que duermen derechito toda la noche hay millones de otras nuevas posibilidades que logran que olvides lo que es dormir como un tronco.

Pensar que uno en el día los ve tan chiquititos, tan frágiles, tan bonitos… y en pocas horas se transforman en seres tan despiadados que da miedo. Son como vampiros: al caer la noche, ¡agarrate!

¿Esperabas un consejo para la solución de este problema?

No lo vas a encontrar en estas páginas virtuales. Al contrario, si tenés la respuesta por favor hacémela llegar porque después de la piedra filosofal el “Cómo hacer que el recién nacido duerma toda la noche” es la búsqueda más importante en la historia de la humanidad.

31 de enero de 2008

2. El Parto

El momento culminante de la espera.

El broche de oro a todos los miedos que tuviste durante cincuenta y pico de semanas.

El fin de una etapa.

Y el comienzo de otra (mucho más impredecible).

Uno de los grandes miedos cuando el matrimonio se enfrenta al nacimiento del primer hijo es el momento del parto. “¿Se dará cuenta mi mujer o un día nos despertaremos y la criatura estará allí, acostada entre nosotros?”, es la duda de papi. “¿Me dolerá mucho?, me dolerá TANTO que me desmayaré y no podré dar a luz?” es la pregunta que carcome el cerebro de mami…

Las incógnitas surgen, las preguntas tontas al obstetra continúan. Para transmitir tranquilidad a la población, cumplo en informar que cuando la criatura tiene que nacer, la mujer se da cuenta. Y que la madre naturaleza es tan sabia y la tecnología ha avanzado tanto que por más que duela, los chicos nacen igual.

Frecuentemente, y como primer paso en la conquista de nuestras voluntades, los bebés deciden comenzar el trabajo de parto por la noche, o directamente en la madrugada. Que contracciones, que dolores… Uno agarra el cronómetro y toma el tiempo, hasta con milésimas…

A juzgar por la cara de tu mujer y tu propia ansiedad, el chico seguro que nace dentro de los próximos 10’. Obligás a tu pobre y dolorida esposa a que llame a la partera. Los teléfonos de urgencia se los dan siempre a las madres porque saben que nosotros los hombres no resistimos el más mínimo indicio de dolor, y que a la primera contracción ya estaríamos en la sala de parto.

Tu mujer habla con la partera, y la partera le dice que está todo bien, que no se preocupe. Que se dé un baño y se tranquilice… Vos te indignás… ¡¡que me tranquilice!! ¡Si quiero que nazca! ¡No desaprovechemos la oportunidad!

Seguís cronometrando y anotando. Función estúpida nos toca en el parto, pero bueno, se hace lo que se puede con tal de ser parte de todo esto… Pasan las horas, tu mujer sigue dolorida. Pensás que ella no debe haber sido lo suficientemente clara en explicarle lo MUCHO que le duele y en lo seguramente cerca que está de nacer el bebé.

Tomás el teléfono, tomás el control de la situación, tomás aire… y llamás.

Imposible explicar el tono de la partera cuando escucha una voz de hombre en el teléfono. No te soporta más de 5” (nótese que el signito indica segundos, no minutos). Al tercer comentario de tu parte pide educadamente que le pases con tu mujer.

No existís. ¿O todavía no te diste cuenta?

Preparate, porque vas a existir mucho menos todavía… Creo que recién al nacer un hijo lográs comprender el significado de “antimateria”…

Luego de varias y extensas horas la partera anuncia la autorización a que vayas al sanatorio. “¡Al fin!” pensás. Salís rapidísimo, a ver si el chico te nace en el ascensor…

Por una causa desconocida aún, TODO el barrio se da cuenta que estás yendo a internarte para tener familia. Todos te saludan y te desean buenos augurios. Vos agradecés con tu mejor sonrisa, pero íntimamente los odiás ya que te están haciendo perder preciosos segundos que pueden hacer que tu hijo nazca en el taxi.

Tratás de tomar el control de la situación. Parás un taxi y de la manera más neutral posible (repitiéndote internamente una y otra vez “todo está bien, no es necesario desesperarse”) le decís la dirección de la clínica al chofer.

En ese preciso instante el taxista se da cuenta también de que la criatura viene en camino. Súbitamente su estilo conductivo cambia: de pacífico tachero pasa a ser piloto de Fórmula 1.

“¿Qué necesidad de ir tan rápido, si la partera me dijo que no nos preocupáramos?”.

Como habíamos dicho antes, el embarazo cambia todo. Y como descubrís en ese instante, no sólo te cambia a vos y a tu familia sino hasta al chofer que te está llevando al sanatorio.

Quién sabe, tal vez al pobre tachero se le cruzan en ese momento todos los titulares de diario que dicen “Mujer da a luz en taxi”. Tal vez haya tenido una experiencia traumática. Tal vez… No lo sé. Pero lo que sí sé es que si tomás un taxi para ir al sanatorio a dar a luz, vos y tu mujer tienen que cerrar los ojos, apretar los dientes y agarrarse fuerte de lo que sea porque el tachero, definitivamente, va a ir muy rápido…

Si tenés auto y decidís ir manejando vos, lo más probable es que te agarren todos (insisto: todos) los semáforos instalados desde tu casa hasta el sanatorio, algún corte de calle producto del arreglo de un caño y por qué no un piquete.

No pierdas la calma, vas a tener toda una vida y miles de oportunidades más para ponerte nervioso…

Luego del periplo por la ciudad en la que vivís llegás. Finalmente llegás. El día también llegó. Atrás quedaron las paredes de tu casa con palitos tachados, como hacen los presos en las películas. Contaste uno y cada uno de los días que pasaron desde que te dieron la previsible sorpresa… Tu vida está a punto de cambiar de una forma tan radical que ya no te va a quedar tiempo ni para ir al cine (¿cine… qué era eso?).

Vos creés que te reciben y vas directo a la sala de parto… ¡Error! Vas a la guardia, te hacen esperar como si hubieras ido por un dolor de muelas y minimizan todo lo que le ocurre a tu señora esposa.

¿Están confabulados con la partera para no darte bola? Seguramente, pero ya estás jugado. Después de un rato largo largo largo, tu señora parte a la sala de parto, valga la redundancia. A vos te mandan por otra vía a vestirte de médico. Pero claro, no te dan un uniforme lindo sino el más gastado y horrible que les quedaba, que por supuesto te queda chico.

"Seguramente les dio la orden el obstetra... ese tipo me odia", elucubra tu cerebrito acelerado. Probablemente no te equivoques, después de todas las caras de asco y respuestas monosílabas que te dio durante los nueve meses de espera es fácil imaginarlo diciéndole a la enfermera "ese tipo me volvió loco durante todo el embarazo de mi paciente, dale un ambo dos números más chicos que el que tendría que usar y que esté bien gastado".

Entrás a la sala de parto caminando despacito para que ese ridículo trajecito que te prestaron no se termine de descoser y tu papelón sea completo y allí está tu mujer. Con la cofia que le queda horrible y en una camilla con las piernas abiertas en una posición tan poco elegante que cuesta creer que alguna vez haya usado vestido y tacos altos. Es un cuadro espantoso. Pero a la vez hermoso. El momento que esperaste está a instantes de presentarse.

Estás perdido. Totalmente de más en ese lugar. Hacés lo único que te queda por hacer: darle ánimo a tu esposa.

Al rato y cuando el obstetra ya llegó, se acicaló y decidió que los astros están alineados de la manera correcta, le meten pichicata a tu señora para que la criatura salga.

Ella empieza a hacer fuerza. Y no podés creer que ella, la que tantas veces te irritó, te hizo enojar y te dio comida quemada y mate frío y mal cebado tenga tanta garra y corazón.

Ni el 5 más odiado de Boca tiene la mitad de huevos que tu mujer en ese instante. La admirás profundamente, y al mismo tiempo no sabés si seguir dándole ánimo o pararte al lado del médico para supervisar que esté haciendo todo bien.

Te replanteás volver a discutir acaloradamente con tu señora. Sólo con la mitad de carácter y energía que tiene en ese momento te dejaría llorando como a un cachorrito que se portó mal…

Por suerte para nosotros esa explosión de energía se da sólo en el parto, porque si no… ¡qué sería de nuestras vidas, pobres varones!

De pronto el reloj se detiene. Ves aparecer una cosa asquerosa, de color violeta, toda pegajosa y llena de una grasa blanca que en otro momento, sin dudarlo, te hubiera hecho vomitar.

Lo gracioso es que te parece hermosa. Asquerosa y hermosa.

La espera terminó.

Tu vida cambió para siempre.

A partir de ahora, todas las prioridades van a ser para “eso” que te envuelven en una toalla y te alcanzan.

La emoción es indescriptible. Inigualable. Tu mujer se ve bien, se ve contenta. Pero parece que tanto esfuerzo y tanta pichicata no le permiten alcanzar el nivel de emoción que tenés vos. Hacés el esfuerzo más grande de tu vida para no tirarte al piso y llorar como un nene.

Como el nene que acaba de salir.

Acompañás a la neonatóloga a la primera revisión de la criatura. Lo trata, lo mueve y lo revisa como si fuera un pollo del supermercado. A vos te aterra que se rompa, pero no decís nada. Secretamente la odiás, ya te está tratando a tu pichoncito de una manera que no te gusta.

Le devolvés al nuevo integrante de la familia a tu señora y salís de la sala de parto. Miles de flashes te encandilan, aplausos, abrazos y gritos de festejo te confunden. “¿Qué pasa acá?” te preguntás. Vivís en carne propia lo que debe sentir un jugador de fútbol al salir del vestuario luego de una goleada en contra… ¿Y quiénes iban a ser esos sino tus familiares? Luego de que las manchitas rojas de los flashes desaparecen de tus ojos comenzás a reconocer rostros: tus viejos, tus suegros, tus hermanos, tus hermanas, tus cuñados, tus cuñadas, la tía abuela que no veías hacía 6 años… no falta nadie.

Te preguntan todos lo mismo 10.000 veces: ¿salió todo bien? ¿cómo está tu señora? ¿a quién se parece la criatura? ¿te desmayaste? ¿te dio impresión? ¿cuánto pesó? ¿cuánto midió? Y toda la sarta de pavadas que puedan darse para la ocasión.

En ese instante lo entendés a tu obstetra (en realidad el obstetra de tu mujer) y entendés la cara que te ponía cuando vos le preguntabas algo…

Ya en la habitación, más tranquilo y nuevamente dentro de tus cómodas ropas civiles empezás a tomar conciencia del nuevo status que ocupás en la sociedad.

Si en el pasillo de la clínica llevan una cunita mirás adentro para ver si tu hijo es más lindo o más grande o más gordo…

Pasás por las puertas de las otras habitaciones leyendo los nombres de los bebés para refregarle en la cara a tu mujer que ese que vos habías propuesto no era tan terrible. Pero lo pensás bien y no decís nada. “Pobrecita, después del esfuerzo que hizo no la voy a ir a pelear”.

Ya son una familia.

Ilusamente –acostumbrado a tu anterior vida- te decís íntimamente: “¡cómo voy a dormir hoy!”.

Claro, la parte difícil todavía no empezó.

1. Planificando el caos

Luego de una existencia más o menos responsable, en la que se hizo mayor o menor cantidad de desastres uno se encuentra con que la vida se le viene encima. Pueden o no aparecer canas. Pueden o no haberse caído algunos pelos. Pudo o no haber asomado la inevitable pancita de pastas, vino y asado, pero tarde o temprano la ficha cae.

Estás en pareja, tenés una vida medianamente ordenada y aparece el deseo, natural, comprensible, ancestral, de tener un hijo.

Terminados los debates pertinentes al caso uno se encamina en la –ardua- tarea de engendrarlos. Con mayor o menor suerte la semillita terminará germinando y un día recibirás la previsible sorpresa (no conozco de otro caso en el que estas dos palabras puedan asociarse) de que tu mujer está embarazada.

La cabeza va a 10.000 por hora. Que si es varón, que si es mujer. Que si es varoncito va a jugar al fútbol. Que si es nena va a tener novio… Miles de situaciones desfilan por nuestra excitadísima mente.

Por lo general luego del acuse de recibo de la cigüeña comienza la primera etapa de conflicto de poderes entre padres y madres: asignación de nombre…

La doméstica riña puede tener un retraso de algunos meses, generalmente de la mano del resultado de la ecografía que permita ver el sexo. Las luchas hasta que uno no sabe ciertamente si la criatura va a ser nena o nene pueden denominarse simplemente escaramuzas.

Las situaciones a partir de la “Guerra del Nombre” son muchísimas. Siempre diferentes pero con un denominador común: una de las partes aporta, genera, busca, propone. Y la otra… niega, destruye, impide, prohibe…

Para simplificar la redacción vamos a enumerar la lista de problemas y discusiones que surgen en este primer paso de la paternidad/maternidad en vez de tratar de armar algún interminable párrafo que pueda enlazarlos a todos.

Acá va: 1) ¿Un nombre solo o dos? 2) Si es varón elijo yo. Si es mujer elegís vos. 3) No me gusta porque es largo. 4) No me gusta porque es feo. 5) No me gusta porque no pega con el apellido. 6) No me gusta… 7) Ese nombre está muy usado. 8) ¿De dónde sacaste ese nombre? 9) Así se llamaba un compañero mío que era un tarado. 10) No seas ridículo. 11) No seas ridícula. 12) No pienso ponerle el nombre de un jugador de fútbol. 13) Así se llamaba una tía abuela mía que no me bancaba. 14) El apodo de ese nombre es horrible. 15) Es nombre de viejo. 16) Es nombre de vieja. 17) Claro… vos querés que todos los compañeros del colegio lo/la carguen, pobrecito/a… 18) No le ponemos ningún nombre y listo. 19) ¿Es necesario ponerle nombre? ¿Y si le ponemos número? 20) De chiquita le ponía ese nombre a las muñecas… 21) Si le ponés ese nombre yo no la/lo reconozco. 22) Ni en pedo. 23) Ni loca. 24) Bueno… proponé vos! 25) Ese te lo pasó tu mamá, no? 26) Siempre odié ese nombre. 27) Parece más un nombre de lugar que de persona. 28) ¿Vos querés que de grande te odie? ¡Cómo le vas a poner así! 29) Antes de que se llame [completar con el peor nombre que se te ocurra] lo doy en adopción. 30) ¡Y a mí qué me importa que el significado del nombre esté bueno si el nombre en sí es espantoso! 31) No puedo creer que propongas ese… 32) Y qué querés que haga si no hay ni uno solo que te venga bien! 33) ¡Eso no es un nombre, es una porquería! 34) Má sí! Elegí vos el que quieras y listo! 35) Está bien, ese no… pero vos sabés que era mi sueño… 36) Es divino… ¿cómo puede no gustarte? 37) La verdad… no entiendo qué le ves de malo a ese. 38) Me tenés harto/a: no hay nada que te convenza. 39) Nooooo! Ese es el nombre del/la malo/a de la novela que veo a la tarde! Como corolario, luego de debates, peleas, discusiones civilizadas y no tanto, períodos de “ofenditud” (si se me permite inventar una palabra), momentos de desazón y entusiasmo, la pareja llega a un punto final en las negociaciones nominales (nominales por lo de nombre, se entiende no?) y firma el contrato virtual por ese puñado de letras que marcará para el resto de su vida al pequeño por nacer.

En esta guerra todo vale con tal de salirse con la de uno: busca alianzas con familiares que no se banca, con vecinos de quienes no conoce el nombre, de los comerciantes del barrio, de eventuales compañeros de transporte… todo lo que esté al alcance de la mano y permita que impongamos NUESTRO nombre es válido.

Finalmente, la sangre no llega al río. Algún nombre termina por convencer –o no desagradar- a alguno de los dos, y el/la pequeño/pequeña es ya un puñado de células dentro de un organismo que engorda a velocidad meteórica pero que TIENE NOMBRE, identidad, apodo…

La primera batalla –ardua- ya terminó. Pero la guerra recién comienza…

Inevitable, surge también el problema de los nombres de moda. A muchísimos padres esto parece no afectarlos (de hecho, por eso están de moda) y otros parecen no darse cuenta. De esta manera, observando las distintas generaciones de chicos luego devenidos en grandulones obtenemos el siguiente resultado:

a) Los mayores de 50 están plagados de Juan Carlos, Osvaldos, Carlos, Albertos, Horacios, Rodolfos, Ricardos y Ernestos. Las ahora señoras gordas responden a los Susana, Mabel, Nélida, Mónica, Inés, Marta. b) Los de 30 a 40 abundan de Martín, Diego, Pablo, Fernando, Sergio. El género opuesto rebosa de Carlas, Silvias, Andreas, Gabrielas, Marcelas… c) La generación que está en sus 20 ya comienza a mostrar cierta creatividad en la asignación de nombres. Ya lo clásico no alcanza y se apela a lo más autóctono, como Nahuel. Muchos Rodrigos, Matías, Santiagos. d) Las generaciones actuales están plagadas de Lautaros, Bautistas, Francos e interminables legiones de Martinas, Valentinas, Candelas y Abriles.

De más está decir que en este breve repaso generacional, han quedado excluidos aquellos nombres impresentables por su mal gusto, como los Jonathan-Yonatan-Jonatan-Johnatan (lo he visto escrito de más maneras que estas que presento), Yesica/Jessica/Jesica, y otros de lejano origen anglosajón que en su camino hacia sudamérica han perdido la raíz ortográfica y cualquier otra que hubieran podido tener.

Siguiendo con el tema de este capitulito, que te recuerdo era “Planificando el Caos”, aparece en simultáneo a esta crisis del nombre otra actividad nueva: las visitas a ginecólogo/obstetra. El primer embarazo tiene una diferencia enorme con los posteriores que pudiera haber en la pareja: en éste, el papá acompaña a la mamá a todas las consultas, no se quiere perder ni un detalle.

Mamis: no es que si luego hay un segundo embarazo ya no nos importe, el tema es que ya sabemos lo que pasa. No es desinterés ni falta de amor al nuevo hijo por nacer, es la practicidad propia de nuestra naturaleza masculina.

Las consultas obstétrico/ginecológicas que tienen a los papis por testigos –inútiles testigos- generalmente tienen un tono diferente a cuando la consulta es sólo con la mujer.

Es decir: cuando la mujer va sola, el médico la trata bien, le pregunta y le responde a las inquietudes con total empeño ya que –justamente- está hablando con su paciente.

Cuando el papi se mete en el medio… el trato es otro. En el rostro del galeno puede notarse una mueca especial, mezcla de sorna y piedad. Un pensamiento íntimo que seguramente dice “a ver qué estupidez me pregunta éste ahora…”.

Como responsables del 50% de lo que está pasando nos consideramos un co-paciente de nuestra esposa. Pero nuestra idea no coincide con la del médico, que nos califica como un estorbo.

Las preguntas del papi generalmente están focalizadas en dos temas: 1) La posibilidad de que un movimiento natural de la mujer haga que el pequeño se “caiga” de la panza. Preguntas típicas como “doctor, puede caminar?”, “puede lavar los platos”, “se puede bañar” o incluso “cuánto tiempo puede estar parada?” son muy comunes en esta etapa inicial del embarazo. 2) El otro “gran” tema del embarazo: el sexo. No es que tengamos la idea fija, pero es importante, sobre todo teniendo en cuenta que como hombres no tenemos idea de qué está pasando en el cuerpo de nuestras mujeres. Pero como tampoco queremos pasar por babosos, sexópatas y desconsiderados, este tema generalmente se desliza entre un alud de preguntas –generalmente idiotas-, como si en realidad el tema sexo no nos importara mucho y tuviera la misma importancia que los otros.

Ejemplo: “Doctor, Usted comenta que va todo bien y que tiene que llevar una vida normal. Es decir que puede andar en auto, subir al ascensor, caminar hasta el súper… tener relaciones (en un tono un poquito más bajo, para restarle aún más importancia) e ir al cine?”.

El camino a ser padre es largo y difícil, y si bien en el momento uno no es del todo consciente de las estupideces que dice y hace, con el tiempo se da cuenta de que eso de que el silencio vale mucho es totalmente cierto.

La otra faceta “médica” del embarazo es la que incluye las ecografías.

Ecografía, alimento de la ansiedad, proteína de la esperanza. En esto, mamis, no hay diferencia entre los embarazos: siempre van a estar acompañadas de sus maridos. ¿El motivo? Es la forma de saber fehacientemente el sexo de la criatura. Y si lo confirman y no nos gusta la idea, vamos a estar allí cuantas veces sean necesarias hasta que el ecógrafo reconozca su error…

Los padres generalmente –en un 98% de los casos analizados- quieren que la mujer porte un varón. Las mujeres son más amplias, sólo piden que “sea sanito”.

Aquí se da una situación netamente matemática que es la combinación de determinados elementos. Estos elementos son si “se dejó ver” o no, y en caso de que sí se haya dejado ver, el sexo.

Si el ecógrafo dice “no se vio nada”, papá va a decir “a mí me pareció verle una cosita, como un pitito, para mí es varón”.

Si el ecógrafo dice “no es definitivo pero hay muchas probabilidades de que sea una nena”, papá va a decir “hay que esperar, no confirmó nada”.

A la afirmación “es una nena, no hay dudas”, papi va a decir –luego de la consulta, obviamente- “no puede estar tan seguro, es muy chiquitito todavía”.

Cuando la frase es “hay probabilidades de que sea varón” papá sale corriendo y compra la camiseta de su equipo favorito, llama a todos sus amigos y organiza una comilona en casa para festejar.

Para el caso “no hay dudas: es varón”, papi procede de la misma forma que en el párrafo anterior. Aquí se agregan burdos comentarios de la familia acerca del tamaño del miembro del feto, que es lo que indicó –ni más ni menos- en esa pantalla borrosa donde no se distingue nada su sexo.

Sea la situación que sea, mami va a tener siempre la misma cara de desbordante amor maternal, fascinada por la pantalla de forma mucho más intensa que con su novela preferida. A mami no le importa qué sea, sólo le importa que esté bien…

Hablamos de nombres, de consultas médicas, de ecografías… los 9 meses se hacen interminables. Los días duran más de 30 horas cada uno. La comida nos llama de una forma inevitable. Nuestras mujeres engordan… nosotros también…

Lo gracioso es que comienzan a ingresar en nuestro listado de temas cotidianos asuntos que jamás habíamos tocado antes o a leer noticias en los diarios en secciones que meses atrás no sabíamos ni que existían.

El embarazo transforma todo. Milagrosamente nos volvemos muy caballeros, no dejamos que nuestra mujer haga nada (chicas aprovechen) y estamos pendientes de ella todo el tiempo. No es raro el caso de gente que hasta caiga a la casa con un ramo de flores sin motivo alguno.

Merecería un capítulo aparte el asunto “preparativos de la habitación”, pero como en realidad la idea es focalizarnos en la conjura de los enanos contra nuestra autoridad de padres, incluímos todo en este apartado, “Planificando el Caos”.

Existen dos posibilidades: tener que adaptar una casa chica a la llegada del bebé (parejas que viven en un dos ambientes, por ejemplo) o disponer de una habitación todita todita para la criatura.

En el primer caso tu hogar se transformará en un híbrido de guardería con lavandería mezclado con tu antigua casa. Tu mujer querrá a toda costa ingresar a la decoración muñequitos, peluches, volados y móviles.

El living ya no será living. Tu habitación se transformará en un depósito de pañales y batitas, además de escarpines y ropa usada de los 30 chicos que ya son adultos en la familia.

En el segundo caso, la batalla por el nombre tendrá una segunda edición –no tan sangrienta- que será el episodio de la decoración. Que tal guardita sí, que tal guardita no… El celeste y el rosa –dependiendo de tu suerte- se apropiarán de tu retina y los moñitos y dulces figuritas de colores serán el nuevo estilo al que deberás acostumbrarte.

Cada vez que alguien te visite y tu mujer le muestre la ropa que está preparando –el ajuar, palabra fea si las hay- el pariente en cuestión reconocerá alguna prenda de su propio hijo/a y dirá en tono meloso “uy, mirá! El saquito que usaba Luisito cuando nació… si lo habrá vomitado a este saquito…” o cosas por el estilo.

Lo patético es que Luisito tiene como 20 años y es un tremendo huevón. Cuesta muchísimo imaginarse a semejante grandote en una ropa tan chiquita…

La primera criatura de la familia (al decir “familia” hablamos del conjunto compuesto por nuestros padres, suegros, hermanos y cuñados) cuenta con ventaja: utiliza ropa de estreno SIEMPRE.

La segunda, si es de sexo diferente a la primera cuenta con una yapa, por lo que el porcentaje de ropa de estreno no será 100% pero va a andar arañando el 90%.

Las chances de estrenar ropa del tercer integrante de la familia dependerán de si es el primer hijo/a de la pareja o no. Si es el primer crío, el orgullo y entusiasmo paterno (paterno de paternidad compartida, es decir que incluye tanto a madre como padre) harán que tenga mucha ropita nueva y que la “bolsa de reciclaje de indumentaria” no sea tan tenida en cuenta.

Ahora… si el pobre infante tiene la desgracia de ser segundo (tercero o cuarto…) de un mismo matrimonio Y segundo, tercero o cuarto de la familia Y del mismo sexo que la mayoría previa… su futuro estará plagado de ropa usada, pasada de moda, encogida y desteñida. Ni hablar de remendada o agujereada, con botones perdidos y manchas imposibles de sacar.

Ejemplo: mi segunda hija, Renata, tenía puesto un conjuntito de color rosa que a los 6 meses de edad le quedaba bastante justo. Mi hermana Soledad, madre de Mora, 2,5 años más grande que Renata, la vio con ese conjuntito y exclamó “¡Qué bestia es tu hija! Tiene 6 meses y casi no le entra ese conjuntito que usó Mora hasta los 2 años!!”. Mi pobre madre, testigo casual, refutó: “pero Soledad, después de Mora ese conjunto lo usó Martina –1,5 años más grande que Renata, hija de mi otra hermana, Guadalupe- y vos sabés que Guadalupe lavaba todo con agua hirviendo”.

Resumiendo: el conjuntito estaba siendo utilizado por una tercera criatura en menos de 3 años y a fuerza de uso y exageraciones sanitarias hasta había mutado de talle…

Ser primogénito es –por lo menos en cuanto a términos de la moda- una ventaja imposible de igualar.

El embarazo prosigue y la ansiedad también, pese a todo...

Alrededor del mes 7 papá va a comenzar a insistirle a mamá que prepare el bolso para el sanatorio. La previsión y la ansiedad propias de nuestro género pretenderán que nuestra señora obre en consecuencia. Pero mami, que no es ni más ni menos que quien lleva la batuta (y la panza) de la situación, hará caso omiso de nuestras indicaciones y armará el dichoso bolsito 5 minutos antes de partir raudamente a la clínica.

El nacimiento está cerca, los detalles están listos. Imaginás una y mil veces las escenas, las etapas, el futuro de tu mujer y vos junto a ese hijo/a que está al caer…

Hacés bien en imaginar.

Pero seguro te vas a quedar corto porque tu vida va a cambiar mucho más que esas situaciones que soñás. Tu bebé rápidamente –en unas horitas nomás- va a aprender a dominarte de una forma inigualable e imposible de predecir.

Antes de avanzar al segundo capítulo hay algo que debemos tratar dado que siempre está presente en el inconciente colectivo al hablar de gestación de hijos: los antojos.

Afortunadamente mi mujer no tuvo demasiados antojos. Es más, creo que solamente tuvo uno. Como gestador consorte he tenido la suerte de superar ese obstáculo con gran dignidad y pocas heridas.

El tema de los antojos supongo que viene de esa época donde los maridos no le daban bola a sus esposas y se limitaban a leer el diario fumando pipa al lado de la chimenea (prendida en invierno y apagada en verano) mientras la criada de la casa se encerraba con la señora en la habitación de la pareja y luego de un rato salía pidiendo enérgicamente una pava con agua caliente.

En ese momento las mujeres deben haber confabulado y creado un sindicato secreto de mujeres embarazadas.

De esa logia surgió –indudablemente- el axioma que dice: “si no se le cumple el antojo a la embarazada el chico sale con una mancha”.

El axioma resultó exitoso y fue pasando de generación en generación.

La logia se disolvió (¿se disolvió?) con el advenimiento del feminismo y la aparición en el mercado de las maquinitas de afeitar color rosa y la publicidad sin tapujos de tampones y toallitas.

La mujer ya era tenida en cuenta por todo el mundo, así que no era necesario andar inventando cosas raras para que las trataran bien.

Pero la piedra basal del sindicato siguió firme. ¿Y para qué irían a cambiarla si a pesar de todo algunos mimos extra no vienen mal cuando una se ve inflada e incómoda?

Uno descree que lo de la mancha sea cierto, pero… ¿y si es verdad?

No vas a andar cargando con una culpa por no comprar un heladito de dulce de leche un martes a las 3 de la mañana en pleno invierno… Te ponés los pantalones, te enfundás en la campera y salís. Mascullando insultos irreproducibles, pero con la mejor sonrisa y expresando “mi amor, no me cuesta nada hacer eso, me cambio y en 5 minutitos vuelvo”.

La cantidad de antojos surgida en los 9 meses de espera es equivalente a lo demandante que sea tu esposa-concubina-novia en períodos “normales”.

Armate de paciencia y dejá los zapatos y abrigo cerca de la cama: no sabés en qué momento el recurso del antojo puede salir a la luz.

Hay otra teoría respecto del antojo. Una corriente más radical insiste en que el antojo no es más que una venganza transitoria de la mujer en compensación por todo lo que está pasando.

Es decir: ella no puede dormir bien porque la panza la molesta y vos en ese mismo instante roncás cual leñador canadiense luego de haber volteado una sequoia gigante. Ella no puede caminar una cuadra seguida porque se le hinchan los pies mientras vos jugás al fútbol con tus amigos 2 veces por semana. Ella se siente mal todo el día y vomita como pasajero de buque en medio de la tormenta en tanto vos le das al diente sin asco.

Esta teoría no está nada mal…

Y sin dudas, ¡tienen razón!

Armate de paciencia y cumplí con los antojos de la pobre madre. No sea cosa que la criatura termine saliendo con una mancha y a tu culpa se le sume el eterno reproche.

Resumiendo (no olvides que esta es una iniciativa que intenta prevenirte sobre los deliciosos problemas que genera la paternidad):

1) Vas a tener encarnizadas luchas con tu mujer, tu familia, la familia de tu mujer, tus amigos, tus vecinos, tus compañeros y demás gente que tenga un poquito que ver en tu vida respecto del nombre de tu vástago. 2) El obstetra odia que vayas a la consulta, sobre todo porque lo único que hacés es comentar y preguntar estupideces. 3) El obstetra te odia. No importa si vas o no. Sos una molestia entre él y su paciente. 4) Jamás vas a creer en el resultado de la ecografía que te indique el sexo, salvo que el resultado sea el que vos querías que fuera. 5) Un nuevo estilo de decoración invadirá tu casa, no importa el tamaño que tu casa tenga. 6) La elegancia de tu hijo/hija variará de manera inversamente proporcional al número que tenga en el orden de llegada a la familia (el primero, el más elegante, a mayor número, menor elegancia). 7) Los antojos existen. Desconocemos científicamente las consecuencias de un antojo desantojado, pero por las dudas satisfacelo.